Hace una hora, o dos, un niño llamado Javier descubrió que en el techo de su cocina había una bruja, sonriente pero muy fea. No dio importancia al hecho, porque no le asustaban las brujas, así que siguió comiendo tranquilamente las albóndigas que su madre había cocinado especialmente para él. De repente se dio cuenta que la bruja bajaba por la pared y le entregaba un papelito verde muy doblado, parecía un mensaje o un conjuro, con las brujas nunca se sabe.
Javier soltó el tenedor y abrió el papel mientras la bruja volvía al techo. “Me llamo Wunjo”, leyó.
El chico dejó el papel verde y siguió comiendo con voraz apetito, mas de repente escuchó:
—¡Estoy en casa, familia!
—Yo también estoy, soy ¡Maggtitaaa!
Lo que faltaba, habían llegado su padre y su pequeña hermana Marta, ya no podría comer tranquilo, porque Marta era un trasto y todo lo quería para ella, empezando por las albóndigas.
—Hola, Javi –dijo Marta cuando entró a la cocina—. Y cuando vio la sabrosa comida gritó: ¡Mami, quiero comer mucho, ven!
Miró a su hermano con cara de enfado tontorrón y le dijo:
—Todas son mías, son mías.
—¡Mamá, mira Marta!
Emilia, la mamá de Javi, llegó corriendo a la cocina:
—Javier, no le hagas caso a tu hermana, ya eres mayor, no digas tonterías, ¿cómo se va a comer Marta todas las albóndigas?
Javier no sabía si con siete años ya era mayor, de lo que estaba seguro era de que Marta no dejaría de darle la lata.
Así que cuando todos estaban sentados a la mesa dijo como si tal cosa: —A lo mejor a la bruja que hay en el techo le apetece una fruta, agua o quién sabe, también esté pirada por las albóndigas.
—¿Qué dices, Javier?, siéntate bien y come pronto, ya sabes que tenemos que ir al dentista –dijo su padre mientras le echaba una mirada al periódico.
—Javi, tu bruja te manda besos, se quiere casar contigo –dijo Marta—. Está tonta.
—Es mi amiga –dijo Javier enfadado—, además tú no puedes verla, ella sólo se comunica conmigo y por si te interesa se llama Wunjo.
—Pero… ¿de qué habláis? —dijo la mamá de Javi—. Dejad a las brujas en paz y a comer.
En ese instante el padre de Javier cogió distraídamente, una pera limonera del frutero, pero cual fue su sorpresa cuando notó que alguien se la quitaba de la mano.
—¡Eh!, ¿qué?, ¿cómo?, ¿pero?...
—Tú no comes papi –dijo Martita—, la bruja sí.
Mientras Marta se reía, el padre y la madre de Javier miraron al techo.
—¡Hay una bruja en la cocina! –exclamó la mamá con una pizca de susto en su voz.
Emilia dio un salto tan grande, que se enredó en la silla de Javier. Éste no pudo aguantar el equilibrio y agarrándose al periódico de su padre con una mano y al plato de las albóndigas con la otra cayó sobre él. Los tres fueron a parar encima de Martita que no paraba de reírse con tanto lío.
Todos acabaron en el suelo cubiertos de salsa. Entonces oyeron la voz de Wunjo:
—¡Hola a todos, soy la bruja de la alegría, eso significa mi nombre, y ahora me marcharé por donde he venido, pues veo que en esta casa tenéis mucha diversión y no poca travesura, vamos, que sois una familia feliz y no necesitáis de mi presencia.
Y sin inmutarse salió por la ventana que daba al jardín. De pronto se dio la vuelta y dijo:
—Cuidad la alegría y la risa, pues son bienes muy preciados, ¡ah! y si de vez en cuando dejáis una pera en la ventana yo me pasaré a recogerla, ¡está riquísima!
Y así fue como Javier y su familia conocieron a Wunjo, la bruja alegría.
No te olvides, si vas a casa de Javi, mirar la mancha que la bruja dejó en el techo de su cocina, es la prueba total. ¡Ah! y no te despistes, quizás un día la encuentres en el techo de tu cocina, regalándote bromas y sonrisas.
Fuente: http://www.cajamagica.net/dia_del_libro_2008_cuento.htm
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